-La sombrilla de muchos colores. Fíjate bien,
dijo mamá.
-Voy a estar sentada acá, al lado de
la sombrilla de muchos colores.
La sombrilla era una de esas grandes con un gajo amarillo,
otro rojo, uno verde, otro azul, ribete blanco.
Era bien grande. Y bien colorida.
Imposible no verla. Imposible
perderla.
El mar estaba allá
adelante, llamándome.
¿Cuántos pasos habrá
desde mamá hasta el mar?
¿Cuánta agua cabrá en un
baldecito de plástico?
¿Cuánto tiempo tardará
una ola en llenarlo?
Sintiendo un impulso que
era un escozor en la planta de los pies, fui hacia el mar, sin dejar de echarle
un vistazo antes a la sombrilla, tan
grande, tan de colores, tan rojo, tan amarillo, tan verde y azul.
Corrí hacia el mar, con
pasos cortos, sintiendo los caracoles triturados pinchándome los pies. Dejé que la arena mojada me los tragara y el
lamido helado del mar los mojara. Luego me miré las manchas de sal en los
tobillos.
Sopesé el balde para
verificar que podría regresar con la preciosa carga , y con balde en mano
levanté la vista. Ante mi horror la playa se había poblado de sombrillas.
Crecían bajo el sol como los hongos
aparecen bajo los árboles luego de la lluvia y la humedad.
Todo sombrillas, sólo
sombrillas, grandes, de lunares, de flores, de colores, de gajos de colores.
Creo que fueron los
colores los que me hicieron llorar o, tal vez el sol, tan fuerte, o la sal del
mar, pero fue la única vez que me
aplaudieron cuando lloré.
Roxana
D’Auro
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