La muerte de las dos Sofías
Una maravillosa topadora avanza por la Avenida 32.
Ocupa prácticamente todo el ancho de la avenida y nosotros encerrados en nuestros autos, vamos detrás, seguimos su paso lento y majestuoso.
Nadie toca bocina, a pesar de que es mediodía y todos tenemos que llegar a alguna parte.
La parada del colectivo está llena de gente que mira avanzar a la
topadora en silencio .También se dan vuelta todos los que están haciendo,
enfrente, la cola en el Rapipago.
Sólo algunos chicos que recién salieron de la escuela cruzan la calle corriendo, para verla de cerca. Es la morbosidad infantil,
ese encanto por la muerte.
Nosotros, en cambio, seguimos
detrás de ella como la caravana fúnebre
que va al cementerio. Adentro del auto me pregunto: ¿Puede morir una casa? ¿Podemos
simplemente pararnos en la vereda para ver como cae de rodillas vencida?
La topadora dobla hacia la izquierda y entra. Entra a “Las dos Sofías”
Nunca supe quien vivía ahí pero sí que “Las dos Sofías “ ya estaba
plantada en 137 y 32 cuando todo era
campo. Cuando mi vieja era una jovencita
que llegaba hasta esa esquina después de caminar dos cuadras con las
patas metidas en el barro y esperaba bajo la copa de los árboles
un 508 , antes de transformarse en Oeste . Un 508 que la esperaba si
ella se retrasaba guardando las alpargatas embarradas en una bolsa para ponerse los zapatos para ir “al centro”.
La topadora come árboles, come cañaverales, tiene un hambre voraz.
Ya no hay sombra en la esquina para esperar el colectivo.
Ya no hay banco en el frente de la casa donde adivino se sentarían a
mirar quien pasaba.
Paso un par de días después y ya de lejos diviso el agujero .
Un vacío enorme abraza el esqueleto de la casa.
En el alero brotaron bien verdes algunas plantas, unas enredaderas
ajenas a lo que se avecina.
Roxana D’Auro
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