Texto que forma parte de un cuerpo de textos mayor llamado Crónicas escolares que estoy escribiendo hace un par de años .
Hoy entró un ladrón a la escuela.
No entró a robar. Entró para protegerse.
La escuela como un territorio neutral,
como un Campo Santo.
La escuela como un espacio donde rigen
reglas ya extintas en otras partes.
Del respeto.
De la igualdad.
Todavía un bastión de la utopía.
La escuela como un zombie maltrecho y despedazado con pedazos de carne
carroñada pero al cual se le puede adivinar cierta belleza.
¿Es esto una crónica policial? ¿Un
borrador de un ensayo filosófico? o… ¿un discernir
catárquico de la memoria, de mi vida en la escuela?
Ocho de
la mañana. Combis naranjas. Besos. Despedidas.
Viandas apuradas en los bolsillos a medio descoser.
Cerca, una plaza, una corrida, una
riñonera arrebatada, tirada al suelo,
del suelo las piedras levantadas, los palos, las ramas. Un hilo de sangre marca
el camino, de la plaza a la escuela.
El ladrón como un pac man buscando el refugio secreto donde los fantasmas aunque estén mirando no lo encontrarán. Fantasmitas
azules de bocas abiertas gritando, blasfemando , a punto de devorarse,
comerse al pac man , tragarlo, masticarlo, destrozarlo como una jauría salvaje.
Y
el ladrón pac man dijo: ¡Casa! Como
cuando jugaba a la mancha, como cuando jugaba en Sacoa.
“Para engañar mejor a los fantasmas hay
que girar a un lado y luego al contrario rápidamente” decían los instructivos,
llegar a la base, estar a salvo, es tan fácil entrar en la escuela. Siempre
de puertas abiertas.
Adentro
los niños, y el ladrón.
Afuera la
jauría, la justicia.
Pienso en
el ladrón, en qué parte de su memoria
quedó grabado como un sello, un ícono a fuego aquello de la escuela
inclusiva, que protege, que contiene. Tal vez en un arrebato inconsciente se refugió en lo que para su niñez, su
infancia o inclusive su adolescencia fue
su refugio, su casa, más que su propia casa.
Si la
seño de turno estaba ahí en la puerta con los brazos abiertos y la sonrisa de
todos los tiempos.
Roxana D’Auro
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