lunes, 12 de febrero de 2018

Crónica sobre las Ruinas de San Ignacio



El calor es aplastante. Somos nosotros dos y un grupo de hombres de negro: seminaristas, mitad argentinos, mitad brasileros. Esperamos todos bajo la sombra de un gran árbol al guía.  Hay un entusiasmo de viaje de egresados  entre los seminaristas. Quieren además ir a Loreto cuando terminen acá en San Ignacio.  Suponemos que vienen haciendo  un itinerario turístico religioso.
Allá a lo lejos se acerca el Sr. Guía con parsimonia, arrastrando una pierna. Nos sentimos desamparados apenas empieza a hablar. Será una experiencia difícil, sin dudas,  y nos miramos desconcertados. Aclara el hombre, pañuelito en mano, para secarse la baba de la boca,  que ha tenido un acv , que no está borracho aunque hablando si lo parezca , que está haciendo un esfuerzo y  espera que nosotros también lo hagamos. Imposible negarse. Ser guía del lugar es su única fuente laboral, ni con acv puede darse el lujo de perderla. Así que hay que arremangarse y ponerle voluntad. Vamos haciendo el recorrido serpenteando entre medio de muros ruinosos  y amuchándonos  bajo la sombra de los árboles para escucharlo con atención.
El Sr. Guía sabe mucho. No tiene un speech simplemente, sabe y responde,  porque  los seminaristas parecen dispuestos a ponerlo a prueba, todo  quieren preguntar.
Hay palabras incómodas  que resuenan: “plaza de armas”, “Compañía de Jesús”,“Superior General “. La doctrina militar y la religiosa  van de la mano. Convivían  los esfuerzos por aprender el idioma de los nativos  con  los castigos  por doblegarlos en sus costumbres  como el derecho de pernada o la poligamia.
Los curitas quieren saber bien el nombre del que hizo cumplir la orden de expulsión de los jesuitas en Argentina, quien fue el responsable del desenlace de una novela  donde hay instigación, voto de obediencia, poder y disputas económicas. A nosotros, en cambio, nos interesa  más  el tamaño del techo del templo, la hazaña  que habrá sido  montar los  tirantes , largos como los árboles más altos de la selva. También nos llama la atención   que el  cementerio sea tan chico . Sólo   los  pocos  que morían de viejos eran enterrados ahí . Los demás, la mayoría,  muertos por las pestes , en otra parte.Yo que le saco fotos a todas las plantas , helechos y musgos me quedo embobada con  una higuera estranguladora  abrazada a   una columna de piedra  durante tantos años hasta esconderla en su interior. Un abrazo eterno, dice el guía .
Néstor le saca a los curitas una foto  en  lo que había sido el frente del templo. Todos posan igual que  en las  fotos escolares: los más altos atrás, algunos agachados como en un equipo de fútbol. Después de eso se relajan,  hace mucho que estamos recorriendo  el lugar y saben que no llegarán a Loreto. El que dirige el grupo, es  sacerdote ya  y nos pregunta de donde somos, con ese afán geográfico que tiene la gente  en vacaciones. Nos cuenta con alegría que se ordenó en la Catedral de La Plata,  logrando emparentarnos de algún modo. Dice que hace doce años está en Brasil, que le costó al principio entender el idioma   y que la primera vez que le preguntaron : ¿cuantas vagas hay  para seminaristas?  se sorprendió  y pensó :¡Esto es cualquiera!,  hasta que cayó en la cuenta de que hablaban de vacantes .
-Porque las vagas son garotas, meninas,  traduce   a sus alumnos en portuñol . Y todos rien . Reimos . Un aplauso rotundo  felicita el esfuerzo del guía y el nuestro por entenderlo.  Salimos y el grupo entero  se queda junto a un carrito, una especie de merchandising móvil  y tercermundista  que está estacionado en la calle, vendiendo  libros, videos  y postales . Nosotros les echamos  una última mirada a todos esos jóvenes,  nos alejamos caminando  y si, como somos paganos, nos preguntamos cómo  puede ser. 


Roxana D’Auro 

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