La primera vez que supe
de la dictadura
La primera vez que supe
de la dictadura fue caminando de la mano con mi mamá por el barrio de Once.
Son raros los recuerdos de la niñez, se nutren de una extraña mirada. Recuerdo
piernas, pies, zapatos de todos los colores, recuerdo baldosas grises. Paramos
en una esquina esperando a cruzar cuando el semáforo lo indicara. Recuerdo un
mar de piernas venir hacia mí al
encenderse la luz verde. Olas de piernas y yo, nadando entre ellas a los empujones. El
verano anterior había aprendido a nadar
en un natatorio público del Parque Chacabuco. Y en la esquina , durante la espera, extendía los brazos rígidos , hacia adelante
, a la altura de mis hombros , como me había enseñado el profesor, ponía la
cabeza entremedio mirando para abajo ,
apretaba los ojos bien fuerte y tomaba
aire inflándome los cachetes como globos .Mientras bajaba el brazo derecho
rozándome el costado del cuerpo, iba
girando la cabeza hacia ese lado , cuando el brazo comenzaba a elevarse hacia atrás
giraba con lentitud y gracia la mano
poniéndola en forma de cucharita , cuando el brazo bajaba nuevamente hacia adelante volviendo a
su posición original , rotaba la cabeza
a la izquierda. Me transformaba así en una especie de molino humano preparado para dar contra
la ola de piernas. Cuando el semáforo de Av. Corrientes y Pueyrredón abría la gran compuerta , arrojaba
sobre mí el hedor de pantalones usados durante toda la semana laboral, las carnes
cansadas que se movían automáticas, los roces,
los sudores . Lo que yo sentía un mar negro a cruzar y una eternidad,
seguramente era un fugaz instante en el cual mi madre con el único afán de llegar a la otra vereda, me levantaba en vilo de la mano como si me rescatara de una zona pantanosa, sacándome a la superficie.
Así llegábamos al Mercado de Abasto, al
viejo mercado, el de frutas y verduras que con su humedad me refrescaba el rostro cubierto por el
hollín ciudadano. Aquella era una época donde
todos chupábamos el humo alegremente sin conciencia ecológica, la época donde las chimeneas de los edificios humeaban por la basura que quemaban en sus
incineradores y los caños de escape de los autos escupían fumarolas negras que te hacían picar
los ojos. Una bella postal brumosa y congestiva, mi Buenos Aires querido de
aquellos tiempos. Aquel día, mientras
recorríamos los pasillos de cemento del mercado, empezamos a
escuchar los gritos, las corridas, los tiros, los cascos de los caballos.
Afuera el mar, el mar de piernas se
había enloquecido más que nunca, iban en todas las direcciones mezcladas
con las fuertes patas de los caballos. Mamá no corría, se arrinconó en un costado, contra una pared, conmigo. Los
puesteros del mercado cerraron la
reja y la gente de afuera forzaba por entrar, metían las manos, se trepaban,
hasta que una nube espesa avanzó desde la calle, filtrándose. Todos empezaron a toser y un carnicero
de delantal blanco manchado con
sangre le gritó a mi madre que seguía paralizada en el rincón: -Son
gases lacrimógenos, tape a la nena, y yo
me preguntaba: ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Con qué? , y de pronto ese mundo gris y duro que olía asqueroso pasó a ser mullido y suave, tibio, dulzón. Oscuro, tan oscuro. Las manos de mi madre
me agarraron la cabeza, me taparon los oídos con sus amplias palmas y con suavidad me empujó
hacia su vientre como si quisiera
que volviera ahí adentro , que no viera , que no oyera los gritos , las sirenas , los cascos de los
caballos , que no oliera la bosta mezclada con sangre sobre el asfalto
. No se cuánto tiempo pasó, cuánto tiempo estuvimos paradas ahí, con los dedos
de los pies entumecidos, los brazos piel
de gallina. Se hizo de noche, el tiempo se detuvo. Cuando el carnicero y los
demás puesteros lo creyeron prudente, abrieron la reja, salieron a la
vereda y dijeron: -Se fueron. Regresamos
a casa caminando rápido , no había
colectivos , ni taxis , mamá me llevaba volando de la mano y todo el hambre y
el cansancio y las ganas de ir al baño que habían quedado suspendidas ,
vinieron todas juntas haciéndome eterna
e insoportable la caminata, por una avenida desierta en la que parecíamos tan chiquitas las dos , mirando cada tanto , hacia atrás , con el temor de que volvieran los que se habían ido . Roxana
D’Auro
Cuento publicado en la revista Trinchera /oct. 2014 ( 1er premio del concurso literario de relatos de nuestro pueblo Gabriel García Marquez)
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