jueves, 24 de marzo de 2016

Hoy más que nunca. Memoria

La primera vez que supe de la dictadura 


La primera vez que supe de la dictadura  fue caminando  de la mano con mi mamá por el barrio de Once. Son raros los recuerdos de la niñez, se nutren de una extraña mirada. Recuerdo piernas, pies, zapatos de todos los colores, recuerdo baldosas grises. Paramos en una esquina esperando a cruzar cuando el semáforo lo indicara. Recuerdo un mar de piernas  venir hacia mí al encenderse la luz verde. Olas de piernas  y yo, nadando entre ellas a los empujones. El verano anterior había aprendido a nadar  en un natatorio público del Parque Chacabuco. Y en la esquina ,  durante la espera,   extendía los brazos rígidos , hacia adelante , a la altura de mis hombros , como me había enseñado el profesor, ponía la cabeza entremedio  mirando para abajo , apretaba los ojos bien fuerte  y tomaba aire  inflándome los cachetes  como globos .Mientras bajaba el brazo derecho rozándome el costado del cuerpo,  iba girando la cabeza hacia ese lado , cuando el brazo comenzaba a elevarse  hacia atrás   giraba con lentitud y gracia   la  mano poniéndola en forma de cucharita , cuando el brazo  bajaba nuevamente hacia adelante volviendo a su posición original ,  rotaba  la cabeza  a  la izquierda.  Me transformaba  así en una especie de molino humano  preparado para  dar contra  la ola de piernas. Cuando el semáforo de Av. Corrientes y Pueyrredón  abría la gran compuerta ,  arrojaba  sobre mí el  hedor  de pantalones usados  durante toda la semana laboral, las carnes cansadas  que se movían automáticas, los  roces,   los  sudores . Lo que yo sentía  un mar negro a cruzar y una eternidad, seguramente era  un fugaz instante  en el cual mi madre con el único afán  de llegar a la otra vereda, me  levantaba    en vilo de la mano  como si me rescatara  de una zona pantanosa, sacándome a la superficie. Así llegábamos  al Mercado de Abasto, al viejo mercado, el de frutas y verduras   que con su  humedad me refrescaba el rostro  cubierto  por  el hollín ciudadano. Aquella era una época donde  todos chupábamos  el humo alegremente  sin conciencia ecológica, la época  donde las chimeneas de los edificios  humeaban por la basura que quemaban en sus incineradores y los caños de escape de los autos  escupían fumarolas negras que te hacían picar los ojos. Una bella postal brumosa y congestiva, mi Buenos Aires querido de aquellos tiempos. Aquel  día, mientras recorríamos los pasillos de cemento del mercado, empezamos  a  escuchar los gritos, las corridas, los tiros, los cascos de los caballos. Afuera el mar, el mar de piernas  se había enloquecido más que nunca, iban en todas las direcciones  mezcladas  con las fuertes patas de los caballos. Mamá no corría, se arrinconó  en un costado, contra una pared, conmigo. Los puesteros del mercado  cerraron la reja  y la gente de afuera  forzaba por entrar, metían las manos, se trepaban, hasta que una nube espesa  avanzó  desde la calle,  filtrándose. Todos empezaron a toser y  un carnicero  de delantal blanco  manchado con sangre  le gritó a mi madre  que seguía paralizada en el rincón: -Son gases lacrimógenos, tape a la nena, y yo  me preguntaba: ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Con qué? , y de pronto ese mundo gris  y duro que olía asqueroso  pasó a ser mullido y suave, tibio,  dulzón. Oscuro, tan oscuro. Las manos de mi madre me agarraron la cabeza, me taparon los oídos con  sus amplias palmas  y con suavidad  me empujó  hacia su vientre  como si quisiera que volviera ahí adentro , que no viera , que no oyera  los gritos , las sirenas , los cascos de los caballos ,  que no oliera  la bosta mezclada con sangre sobre el asfalto . No se cuánto tiempo pasó, cuánto tiempo estuvimos paradas ahí, con los dedos de los pies entumecidos, los brazos  piel de gallina. Se hizo de noche, el tiempo se detuvo. Cuando el carnicero y los demás puesteros lo creyeron prudente, abrieron la reja, salieron a la vereda  y dijeron: -Se fueron. Regresamos a casa  caminando rápido , no había colectivos , ni taxis , mamá me llevaba volando de la mano y todo el hambre y el cansancio y las ganas de ir al baño que habían quedado suspendidas , vinieron todas juntas  haciéndome eterna e insoportable  la caminata,  por una avenida desierta  en la que parecíamos  tan chiquitas las dos , mirando  cada tanto , hacia atrás  , con el temor de que volvieran  los que se habían ido .                                                          Roxana D’Auro     
Cuento publicado en la revista Trinchera /oct. 2014 ( 1er premio del concurso literario de relatos de nuestro pueblo Gabriel García Marquez)                                                            

jueves, 17 de marzo de 2016

Espacios mínimos



Espacios mínimos

El terreno es liso pero, cerca del alero de la casa, hay un hueco.
No es un pozo.
Ni una depresión del terreno.
Es un hueco.
Tierra hundida de pastos apelmazados.
Los pastos están amarillos, raleados, dejan ver la tierra descolorida.
Ella viene con un trotecito leve y se sacude en un temblor desde las orejas hasta el rabo.
Da dos vueltas sobre sí misma y se recuesta en la tierra que tiene la forma de su cuerpo, justo  cuando el hueco se llena de sol.


                                                                                                                          Roxana D’Auro
(Ilustración Ramón Paris para el libro Un perro en casa de Daniel Nesquens )