viernes, 11 de septiembre de 2015

Texto que forma parte de un cuerpo de textos mayor llamado Crónicas escolares que estoy escribiendo hace un par de años .

Hoy entró un ladrón a la escuela.
No entró a robar. Entró para protegerse.
La escuela como un territorio neutral, como un Campo Santo.
La escuela como un espacio donde rigen reglas  ya extintas en otras partes.
Del respeto.
De la igualdad.
Todavía un bastión de la utopía.
La escuela como un zombie maltrecho  y despedazado con pedazos de carne carroñada  pero al cual  se le puede adivinar cierta belleza.
¿Es esto una crónica policial? ¿Un borrador  de  un ensayo filosófico? o… ¿un discernir catárquico de la memoria, de mi vida en la escuela?
Ocho de  la mañana. Combis naranjas. Besos.  Despedidas.  Viandas apuradas en los bolsillos a medio descoser.
Cerca, una plaza, una corrida, una riñonera arrebatada,  tirada al suelo, del suelo las piedras levantadas, los palos, las ramas. Un hilo de sangre marca el camino, de la plaza  a la escuela.
El ladrón como un pac man  buscando el refugio secreto  donde los fantasmas  aunque estén mirando no lo encontrarán. Fantasmitas azules  de bocas abiertas   gritando, blasfemando , a punto de devorarse, comerse al pac man , tragarlo, masticarlo, destrozarlo como una jauría salvaje.
Y  el ladrón pac man dijo: ¡Casa!  Como cuando jugaba a la mancha, como cuando jugaba en Sacoa.
 “Para engañar mejor a los fantasmas hay que girar a un lado y luego al contrario rápidamente” decían los instructivos, llegar a la base, estar a salvo, es tan fácil entrar en la escuela.   Siempre de puertas abiertas.
Adentro los niños, y el ladrón.
Afuera la jauría, la justicia.
Pienso en el ladrón, en qué parte de su memoria  quedó grabado como un sello, un ícono a fuego aquello de la escuela inclusiva, que protege, que contiene. Tal vez en un arrebato inconsciente  se refugió en lo que para su niñez, su infancia o inclusive su adolescencia  fue su refugio, su casa, más que su propia casa.
Si la seño de turno estaba ahí en la puerta con los brazos abiertos y la sonrisa de todos los tiempos.


  Roxana D’Auro