Un cuentito de allá lejos....premiado en 2009 por la Asociación Argentina Tango al Mundo - Foro de la Memoria de Pompeya Pedro Joulie
Dicen que once y media de la noche, más o menos, cerraba
el local. Avenida Jujuy, ahí, al toque
de Plaza Miserere se ponía pesada a esa hora, pero más que correr a alguno que
cabeceaba sentado en la puerta del
negocio, no pasaba. Lo demás era bajar
la cortina, poner el candado, montar el
pingo de acero. Se clavaba hasta debajo de las orejas el gorro de lana negro y los guantes, negros también.
Subía a tope el cierre de la campera y por encima del cuello, enrollaba la larga bufanda
que, como serpiente de lana, le cubría boca y nuca y lo protegía del húmedo frío porteño. Así, atravesaba la noche invernal, silbando unos tangos. Parecía una versión
urbana del enmascarado zorro, cabalgando
en un alazán de rayos y caños despintados.
Media hora y llegaba destino. Iba directo al baño.
Iniciaba la ceremonia.
Doblado con un cuidado extremo, imitando una
maravillosa pieza de origami, sacaba de su mochila el traje gris oscuro y la camisa negra. En el ritual mutaba
y caían al suelo el buzo y los jeans, y también se despojaba de la rutina, la vulgaridad.
Desde afuera ya sonaba Di Sarli y se escuchaba el
murmullo de la gente que empezaba a poblar la noche. Metido en el traje de milonguero, su actitud
corporal cambiaba, más erguido, muchos juraban que hasta crecía. La expresión
de cansancio abandonaba su rostro y, a medida que se peinaba con gel frente al espejo, el brillo de sus ojos se
encendía, la sonrisa ganadora brotaba, y unos hoyuelos que habían estado
agazapados durante el día, surgían a los
costados de sus labios. Faltaba aún la
pieza maestra.
De una bolsa de tela, con solemnidad, sacaba su
tesoro.
Zapatos de tango. Lustrados. Negros brillantes.
Tan brillantes y mágicos como los rojos
que usaba Judy Garland en el Mago de Oz. Y, tal cual lo hacía Dorothy, chocaba los talones, no para volver a su casa sano y salvo, sino
para salir a la pista, con la chispa en los pies.
El salón brillaba bajo las luces de las arañas. En
las mesas se apelotonaban decenas de
mujeres que esperaban con las sandalias puestas, los labios rojos y las
ilusiones a flor de piel.
El hacía una barrida con la mirada, y reconocía al instante cuál de todas había
estado “planchando” desde que llegó. Ubicado estratégicamente, la cabeceaba y al
incorporarse y dejar la silla-prisión, la mujer se estremecía y hasta las lentejuelas de la
blusa, adormiladas, se sacudían.
Cuando arrancaba otra tanda al ritmo de Tanturi, desde su parada recorría con mirada experta las manos, los dedos, descubriendo esa marca que deja
la ausencia del anillo que antes
lo adornaba y rescataba del hastío y la soledad
a más de una. Las manos desnudas, se transformaban en abrazo, en caricia.
Con Pugliese esperaba al costado de la barra,
cerca del toilette de señoritas la
oportunidad de chocarse con las de anteojos cuando salían, cabezas gachas , para
guiarlas hasta la pista, que pocas veces pisaban porque otras,
con ojos más audaces y entrenados, les robaban los candidatos.
Y cuando llegaban las milongas de Castillo, en sus brazos, rejuvenecían las de más de cincuenta cerrando
los ojos para revivir en el ritmo frenético los carnavales
de su juventud en el club del barrio.
También se encargaba de rescatar de las garras de
algún villano entrenado en pisar y empujar, a las más bonitas y delicadas, que
cuidaba en la pista, conocedor de su fragilidad.
Pero había un tango, el último tango de la milonga, que desvanecía todos sus poderes.
Cuando sonaban los acordes de La Cumparsita, en el último aliento de la
milonga, enfilaba con disimulo hacia el
baño a cambiar nuevamente su identidad guardando la magia, prolija,
en la mochila. Cantando bajito se iba, para que nadie se diera cuenta de su aparición
sobrenatural por esos pagos.
Me contaron esta historia unos viejos milongueros
que viven acodados en la mesa del rincón de La Ideal. Ellos aseguran haberlo visto atravesando
de madrugada los barrios en bicicleta, cuando el bandoneón calla y los
tamangos duermen, pero todos sabemos bien que Buenos Aires es una ciudad que sienta
bien a los fabuladores.
Roxana D'Auro