sábado, 30 de enero de 2016

En los ’90 tuve conejos


Una vez mentí con conejos
Que eran blancos
Esponjosos
Mulliditos
Y tenían hambre
Hambre de conejos, de pobres animalitos
que es hambre
NO es vergüenza

Una vez mentí
que vivían en mi casa los conejos
sin problemas ni desvelos
porque ven el  mundo  rosa con su   púrpura mirada
La gente  buena me regalaba
zanahorias, lechugas , manzanas
porque son vegetarianos mis conejos
están acostumbrados
no se quejan
ni lloran
ni gritan proclamas
se duermen temprano  y van al cole caminando agarrados de la mano

Una vez engañe a los conejos
Les preparé un banquete
de sobras y  frutas rancias
Igual me dijeron gracias mamá
me dieron un beso

Y se fueron a dormir  hasta mañana                                                 Roxana D’Auro                                               

miércoles, 20 de enero de 2016

El Héroe

Un cuentito de allá lejos....premiado en 2009 por la Asociación Argentina Tango al Mundo - Foro de la Memoria de Pompeya Pedro Joulie

 Dicen que once y media de la noche, más o menos, cerraba  el local. Avenida Jujuy, ahí, al toque de Plaza Miserere se ponía pesada a esa hora, pero más que correr a alguno que cabeceaba sentado  en la puerta del negocio,  no pasaba. Lo demás era bajar la cortina, poner el candado,  montar el pingo de acero. Se clavaba hasta debajo de las orejas  el gorro de lana negro y los guantes, negros también. Subía a tope el cierre de la campera y  por encima del cuello, enrollaba la larga bufanda que, como serpiente de lana, le cubría boca y nuca y  lo protegía del húmedo frío porteño. Así,  atravesaba la noche invernal,  silbando unos tangos. Parecía una versión urbana  del enmascarado zorro, cabalgando en un  alazán de rayos y caños despintados.
Media hora y  llegaba destino. Iba directo al baño.
Iniciaba la ceremonia.
Doblado con un cuidado extremo, imitando una maravillosa pieza de origami, sacaba de su mochila el traje gris  oscuro y la camisa negra. En el ritual mutaba y caían al suelo el buzo y los jeans, y también se despojaba de  la rutina, la vulgaridad.
Desde afuera ya sonaba Di Sarli y se escuchaba el murmullo de la gente que empezaba a poblar la noche.  Metido en el traje de milonguero, su actitud corporal cambiaba,  más erguido,  muchos juraban que hasta crecía. La expresión de cansancio abandonaba su rostro y, a medida que se peinaba con  gel frente al espejo, el brillo de sus ojos se encendía, la sonrisa ganadora brotaba, y unos hoyuelos que habían estado agazapados durante el  día, surgían a los costados de sus labios. Faltaba aún  la pieza maestra.
De una bolsa de tela, con solemnidad, sacaba su tesoro.
Zapatos de tango. Lustrados. Negros brillantes. Tan brillantes y  mágicos como los rojos que usaba Judy Garland en el Mago de Oz. Y, tal cual lo hacía Dorothy,  chocaba los talones,  no para volver a su casa sano y salvo, sino para salir a la pista, con la chispa en los pies.
El salón brillaba bajo las luces de las arañas. En las mesas se apelotonaban  decenas de mujeres que esperaban  con las  sandalias puestas, los labios rojos y las ilusiones a flor de piel.
El hacía una barrida con la mirada, y  reconocía al instante cuál de todas había estado “planchando” desde que llegó. Ubicado estratégicamente, la cabeceaba y al incorporarse y dejar la silla-prisión, la mujer  se  estremecía y hasta las lentejuelas de la blusa, adormiladas, se sacudían.
Cuando arrancaba otra tanda al ritmo de  Tanturi, desde su parada recorría con  mirada experta las manos, los dedos,  descubriendo esa marca  que deja  la ausencia del anillo  que antes lo adornaba y rescataba  del hastío y la soledad a más de una. Las manos desnudas, se transformaban en abrazo, en caricia.
Con Pugliese esperaba al costado de la barra, cerca del toilette de señoritas  la oportunidad de chocarse con las de anteojos cuando salían, cabezas gachas  ,   para guiarlas hasta   la pista, que pocas veces pisaban porque otras, con ojos más audaces y entrenados, les robaban los candidatos.
Y cuando llegaban  las milongas de Castillo, en sus brazos,   rejuvenecían las de más de cincuenta cerrando los ojos para revivir en el ritmo frenético  los carnavales  de su juventud en el club del barrio.
También se encargaba de rescatar de las garras de algún villano entrenado en pisar y empujar, a las más bonitas y delicadas, que cuidaba en la pista, conocedor de su fragilidad.
Pero había un tango, el último tango  de la milonga, que desvanecía todos sus poderes. Cuando sonaban los acordes de La Cumparsita, en el último aliento de la milonga, enfilaba con disimulo  hacia el baño a cambiar nuevamente su identidad guardando  la  magia,  prolija, en la mochila. Cantando bajito se iba, para que nadie se diera cuenta de su aparición sobrenatural por esos pagos.

Me contaron esta historia unos viejos milongueros que viven acodados en la mesa del rincón de La Ideal.  Ellos aseguran  haberlo visto  atravesando  de madrugada   los barrios  en bicicleta, cuando el bandoneón calla y los tamangos  duermen,  pero todos sabemos bien  que Buenos Aires es una ciudad que sienta bien a los fabuladores. 
Roxana D'Auro