Chiro vive en Misiones.
Donde la tierra es colorada como el rubor que usan
las tías viejas en los cachetes.
Donde los pájaros vuelan bien alto para llegar al
arco iris y teñirse las plumas con sus colores.
Su casa está cerca de Takuapí, un monte lleno de
cañas tacuara que, en las tardecitas de verano, bailan y soplan canciones.
Su abuela es una chamana muy amiga del Cacique del
lugar.
Chiro la ayuda en su caminata diaria, a la mañana, cuando la hierba esta
húmeda y los piecitos se le empapan con agua de rocío.
Piden permiso al Señor del Monte para entrar y
hurgar entre sus secretos.
En unos canastos que su padre fabrica, van
recolectando. La abuela gusta de comer el brote de la palmera pindó, o el fruto
del guembé y la miel de la abeja negra jate’i.
Él se encarga de buscar ka’ a
piky, la hierba tierna para bañar a los
más pequeños.
Chiro no es un indio con pluma, arco y flecha como
los manuales de la escuela muestran en sus láminas multicolores. No.
Le encantan los chizitos, las gaseosas, y cuando
alguien trae pilas del pueblo, juega con sus hermanos en su jueguito electrónico.
Tiene las patitas largas de tero y unos ojos
negros que saltan de su cara.
La “abu” ya no sabe cómo hacer para convencerlo de
que coma lo que el monte le ofrece.
-Si
me hiciera caso, m’hijito no tendría las
tripas siempre gruñendo de hambre, rezonga la vieja. Pero Chiro
sale corriendo con sus hermanos, masticando algún caramelo para
entretenerse sin escucharla.
Un día, la abuela se adentró en el monte y chifló finito, muy finito como si se hubiese
tragado un silbato, y salió de su madriguera una paca.
-¡Ay!,
Paca, Paquita, le dijo -Ayúdame
con este chango, mi nietito.
La abu podía hablar con todos los animales del
monte. Ellos la respetaban mucho, por eso la paca la escuchó y decidió
ayudarla.
La paca era una excelente nadadora y esperó la
oportunidad de acercarse al niño.
Chiro estaba junto al río, caminando solo, haciendo sapitos con las
piedras.
-Chist,
chist-, lo chistó el
animalito.
Él no lo podía creer. Con sus ojos negros, grandes
como escarabajos, la miró mientras se
acercaba tímidamente.
-Hace
calor, le dijo ella con
soltura.- ¿Vamos a nadar juntos?
Con un poco de vergüenza, Chiro reconoció que no
sabía hacerlo y se animó a preguntarle:
-¿Tú
podrías enseñarme?
-
Claro que sí, respondió la paca, sabiendo que el niño había caído en la trampa, aunque me parece que tus piernitas no tienen la suficiente fuerza
para patalear y sostenerte flotando en el agua. Podrías ahogarte o ser llevado
por la corriente hacia abajo, contra las
piedras. Pero tengo algo mágico que te
ayudará. Júrame que no le dirás a nadie mi secreto.
El niño asintió con la cabeza, temblando de
emoción. Entonces la paca se deslizó hasta su madriguera y de allí sacó una
mazorca de maíz.
Decepcionado, el muchacho le protestó:- ¡Pero esto es maíz!
-No
es un maíz común, dijo
ella solemnemente.
-Es
el “avatí shishi”, él se transforma en energía cuando lo comes y te dará el
vigor necesario para que juegues una carrera conmigo en el río.
Chancleteando y levantando polvo rojo por el
camino, Chiro volvía a su casa cuando se
topó con un pecarí, un chancho del monte, que le dijo burlón:
-
Tu enojo se puede oler a diez kilómetros de distancia, muchacho.
-Y
tú qué sabes, le respondió
Chiro, ya no tan sorprendido de que el
rechoncho animal hablara.
-Hagamos una
competencia, le sugirió el chanchito.
-Me
vendas los ojos con un pañuelo y adivinaré cinco cosas que traigas del monte.
Si no lo hago, seré la cena de tu familia.
Chiro recorrió las cercanías. Luego de un rato,
acercó al hocico del puerco unas orquídeas, unos musgos, algunos cactus y hasta laurel y yerba mate.
Asombrosamente el pecarí adivinó sin errores cada
uno de ellos.
-¿Cómo
has hecho eso?, preguntó
el muchacho.
-Podría
ayudar mucho a mi abu, que ya no ve muy
bien para elegir las plantas.
-El
secreto está en el “avatí ava”.
Raspando con sus pezuñas en el barro, desenterró un maíz de granos muy oscuros, intercalados
con algunos amarillos.
-Prueba
con esto, es el secreto de mi don. En un mes, veremos quién gana. Te voy a
estar esperando aquí.
Y corrió a reunirse con los suyos.
Chiro guardó el segundo choclo en su alforja,
pensando en los dones de los animales que él no poseía, cuando apareció
sorpresivamente frente a él un venado.
-¡Hola!, dijo risueño. -¡Casi te tropiezas conmigo!
-Es
que apareciste de la nada, rezongó el niño.
-El
interior del monte es peligroso. Trato de caminar sigilosamente sin que nadie
me vea, le explicó el animal. ¿Quieres que te muestre?
El venado se internó en el sombrío monte.
Adentro, las plantas se abrazaban una
junto a la otra tanto que no dejaban pasar el sol. Chiro caminaba tras de él,
pero por momentos iba perdiendo su paso. El venadito parecía invisible, su
color se confundía con el entorno. En el desorden de troncos caídos y ramas,
saltaba con agilidad y gracia, mientras Chiro se tropezaba, enganchaba su
remera y también su cabello entre los arbustos y cañaverales.
El animal se divertía con la torpeza del niño,
hasta que lo vio completamente enredado entre lianas y toda la enmarañada vegetación y decidió ayudarlo.
El cervatillo le enseñó su danza. Cómo, solamente
con las patas delanteras, se preparaba para dar cortos saltitos esquivando arbustos y mantenía el equilibrio doblando su
cintura. Chiro trató de imitarlo, pero con mucha torpeza terminó con la nariz en el medio del barro.
-Necesitas
algo que te ayude a concentrarte, que
haga crecer tus huesos y dé fuerza a los músculos también, le sugirió.
Sí. El niño deseaba todo eso para poder danzar
así, maravillosamente, en el monte.
El venado,
empujando con su hocico, le trajo un “abatí morotí”, un maíz de granos
gigantes, blancos y amarillos.
Ya resignado y sin entender muy bien cómo todos
los secretos podían estar en un grano de maíz, Chiro llegó a su casa. Cuando su
abuela vio la alforja, se puso muy
contenta y recordó unas ricas recetas que su tatarabuela hacía cuando ella era
pequeña. Pisaron los granos juntos,
cantando hermosas canciones. Luego, con agua del río formaron una masa
bien húmeda e hicieron los bollos. Chiro los achataba hasta transformarlos en
discos, y después en la olla caliente los cocinaron.
Mmmmmm… el olorcito era tan delicioso que todos
los animales del bosque se acercaron. Muchos tímidos, como los pájaros, esperaban alguna miguita perdida. Pero había
tres que sabían que recibirían una muy buena porción.
Ellos eran la paca, el pecarí
y el venado.
Chiro comía con desesperación, pensando en cómo
nadaría, correría por el medio del monte y olería todos sus aromas. Estaba
feliz mientras comía porque al final, la
abu tenía razón y esos bollos eran deliciosos.
Y aunque ahora, a veces, come papas fritas y palitos,
sabe que es dueño de los secretos que
esconden……. los granos del maíz.
Roxana
D’Auro
Cuento publicado en España por Libros en acción
(Cuando los cultivos alimentan coches...relatos sobre los agrocombustibles y el expolio a los pueblos del Sur)
Ilustración : Dolores Mendieta http://www.doloresmendieta.com.ar/